De la "A" a la "O"
Diarios de un "Ar" con complejo de "quitectO"
miércoles, 21 de diciembre de 2022
Oslo, el placer de lo bien hecho
domingo, 19 de junio de 2022
Mallorca
Las primeras veces siempre son las más auténticas, emocionantes y sorprendentes de todas. En este caso, ha sido Mallorca. Mi primera visita a la isla. No puedo decir que acudiera sin el más mínimo conocimiento al respecto, pues se trata de uno de los destinos turísticos por excelencia en nuestro país y eso implica que soy de los pocos que aún no había estado por allí. Los tópicos acerca de la mayoría de población de origen alemán o el color turquesa del mar no me han decepcionado para nada. El coche de alquiler venía con todos los menús en la lengua de la Merkel. La primera foto indiscutible, esas aguas transparentes que decoran el perímetro insular, en su mayoría escarpado.
Superadas las novatadas propias de estos casos, me llevo algunas reflexiones interesantes. Por un lado, la invasión ciclista que caracteriza cada rincón. No se tarda demasiado en entender el por qué. Carreteras sinuosas, recorridos llanos de bastante longitud combinados con ascensiones con gran desnivel y hermosas vistas. Contrastes interesantes que enamoran a los amantes de las dos ruedas. Amplío este abanico deliberadamente a raíz de la enorme presencia de motocicletas que imagino responden a los mismos incentivos ya mencionados para sus hermanas pequeñas. Como tercer ingrediente de este curioso y ajetreado ejemplo de tráfico, aparecen, aparecemos, los innumerables coches de alquiler que serpentean erráticos por estos lares, más preocupados por alcanzar el desconocido destino que por cumplir con las exigencias establecidas por la DGT. Resultado de este curioso cocktail: nada que no pudiéramos prever. Caos. Un riesgo innecesario pero al parecer inevitable, tan solo reducido por la evidente componente de buenrollismo asociado al viajero que se desplaza por diversión. Pese a todo, un peligro omnipresente que igual se debería intentar evitar, aunque a ver quién es el guapo que se atreve a eliminar alguno de estos factores de la ecuación.
Por otro lado, me ha llamado la atención una arquitectura de calidad, en cuanto a la vivienda unifamiliar se refiere, y una masificación hotelera importante en determinadas localizaciones. A diferencia de su vecina Menorca, creo que me he sentido atraído por muchas más casas privilegiadas de las que esperaba. Cada acantilado es una nueva oportunidad para compartir orgullosos el preciado tesoro turquesa que decora con seguridad sus generosos ventanales. Pizcas del lujo más incontestable que flirtean, sin embargo, con una gran variedad de escalas y estilos. Villas modernas, entendidas como cubitos blancos plagados de cristal, se codean con robustas mansiones de piedra que bien podrían haber habitado los antiguos romanos o algún ciudadano castellano del interior peninsular. Quizás la clave de todo este eclecticismo serían las contraventanas, de diversos colores pero enorme protagonismo. Hogares de hormigón y piedra que reflejan con maestría a sus homólogos acuáticos. Un sinfín de yates que, manteniendo esa amalgama de estilos y escalas, anuncian con descaro la existencia de los mejores spots, que dirían los modernos. En este caso, igual de simples y blancos pero con algo menos de cristal.
Resulta casi insultante los ejemplares que navegan por la isla, repletos de anónimos millonarios, famosos en racha y ostentosos sin blanca. Todos ellos convencidos de lo acertado de su perspectiva y lo afortunado de su flexibilidad. Pues si algo envidio de sus ocupantes, es la facilidad para deambular entre las calas sin necesidad de acumular kilómetros de riesgo y calor a sus vehículos. Supongo que lo valoran. Quizás ellos anhelen igualmente lo entretenido de estos vaivenes de asfalto. Sea como fuere, una razón más para alargar los incisivos de aquellos humildes visitantes que nos conformamos con la crítica fácil y la foto de la vergüenza. Siempre hubo clases, que dirían los tiesos. Haber estudiado, que dirían los sabios. Como si algo de esto tuviera realmente que ver con la educación o la cultura. Dinero, dinero y más dinero. Un turismo de pasta, no precisamente gastronómica. Iba a decir de nivel, pero no me atrevería a emplear este término, después de haber oído hablar de Magaluf, donde todo vale menos mejorar. Algo parecido a este blog, que puede que estéis pensando muchos. De ser así, invitados quedáis a cerrar esta ventana para continuar desperdiciando petroleo en vuestras esqueléticas barcazas.
Por mi parte, prefiero centrarme en mi particular aventura: seguir conociendo mundo, aprendiendo realidades y acumulando momentos. Gracias por llegar hasta el final, y si no has estado aún en Mallorca, confío en que estas torpes palabras sean el revulsivo definitivo para tachar esta bella isla de la lista.
Volveré, como todo lo malo. Volveré.
jueves, 16 de junio de 2022
Vete a cagar
Cuando uno lee o escucha una expresión tan castiza cómo ésta, lo primero que hace es ponerse en posición de guerra. Una llamada a la violencia en toda regla. Los niveles de tensión se disparan, la adrenalina entra en escena, la ira comienza a crecer y los aires de venganza se convierten en un auténtico torrente descontrolado. Un torbellino de emociones que no suele traer más que ruina y caos. No falla. Como ya estableció Newton en su día, se trata de una acción que desata inevitablemente una reacción que no difiere mucho de lo descrito, independientemente de lo pacífico que seas. Pacífico, que no pacifista. Pues el primero rehúye cualquier conflicto, el segundo simplemente lucha para evitarlo. En fin, curiosidades del lenguaje. Anécdotas aparte, enviar a alguien a cagar es una falta de educación importante, una ofensa que recomiendo no efectuar, por más merecida que pueda parecer. Un ataque indiscriminado hacia la persona que lo recibe, no importa la relación que se tenga con ella o los esfuerzos realizados por suavizar su significado. “Vete a cagar” es un insulto con todas las letras. Sin embargo, y aquí viene la reflexión surrealista de hoy, quizás no nos hemos parado lo suficiente a analizar el verdadero sentido de esta expresión. Como tantas otras veces, hemos optado por dar por hecho cosas sin siquiera preguntarnos los motivos que podrían existir para justificarlas. Me explico. Cagar como tal, entendido como el acto de defecar o eliminar los residuos generados por nuestro cuerpo, en sí mismo no es algo malo o despreciable. Es algo común y necesario que supone la culminación a un proceso de nutrición fundamental para sobrevivir. Es cierto que lidera el ranking de lo escatológico pero no por ello se le puede asignar el título de antihéroe por definición. En definitiva es tan antiguo como el comer. Y tan necesario o más, si me lo permitís. Sin duda, más educado.
Recurriendo a un debate más conceptual, por todos es sabido que se considera como norma de buena conducta que antes de entrar, siempre antes, se ha de dejar salir. Sé que el símil no es demasiado sutil pero sí efectivo. Lo correcto es salir para luego poder entrar. Por tanto, defecar antes de comer, sería lo más apropiado. Ahora bien, sea educado o no, todos tendemos a evitar conversaciones como esta. La razón, evidente. Es una imagen desagradable. Lo cual nos lleva a la segunda gran reflexión. No voy a entrar en si lo bello es lo único que merece ser valorado, dejando fuera de todo debate lo menos agraciado. Sería muy oportunista por mi parte. No. La reflexión gira más bien en torno a la privacidad. Es decir, cuando reconocemos algo como habitual pero intentamos por todos los medios que no sea conocido por los demás, eso no es más que recelo, un deseo gigantesco de intimidad. Lo cual sitúa al acto de expulsar los excrementos como uno de los momentos más privados y por tanto personales que alguien puede tener. En un mundo donde la globalización y la libertad de expresión se han asociado para garantizar la total transparencia social, por no decir exposición ilimitada, de cada rincón de nuestra vida, parecería coherente valorar en su justa medida que aún existan recovecos en los que reclamar nuestra individualidad más recalcitrante. Punto positivo, diría yo. Si a eso, le añadimos un contexto familiar donde el susodicho comparte hogar con su esposa, cuatro hijos, la suegra, dos perros, el novio espabilado de la mayor, el gatito de la menor y las tortugas del mediano, igual se nos presenta algo más placentero el hecho de evadirnos con excusa, acudiendo precisamente al excusado. Otra expresión, cargada de significado, aunque interpretada desde un prisma muy diferente al que da origen a esta reflexión.
Por tanto, recapitulando, tenemos que "soltar lastre" es un acto caracterizado por un ejercicio de educación extremo, en el que el afortunado protagonista se permite el lujo de desconectar de todo y de todos. Un acto casi de misericordia con nosotros mismos, dadas las circunstancias. Interesante giro de los acontecimientos. Que no el único. Aún nos queda el argumento definitivo en este “alegato de mierda”. Está bien, un poco duro, puede que hasta soez. Pero como ya sabemos, lo soez no quita lo valiente. En fin.
En una sociedad de la inmediatez como esta en la que vivimos, donde la sobreexcitación de nuestros sentidos está a la orden del día, podría parecer hasta sensato pensar que en los momentos de paz es donde mejor nos desarrollamos como seres humanos, alejados del mundano ruido que nos rodea a diario. Sin ir más lejos, hace poco me decían que la meditación no es más que la capacidad para concentrarse en una única cosa. Algo casi imposible estos días. Por tanto, encontrarnos en un lugar donde nadie más debería molestarnos, donde el ruido está controlado, la luz optimizada y el objetivo bien definido, podría ser catalogado de idóneo. Idóneo para enfocar todos nuestros sentidos a aquello que nos atañe exclusivamente y por completo, durante el periodo que se precise. Tanto es así, que del máster en etiquetas del champú, no son pocos los que se han aficionado a la lectura de "sobreváter", empleando ese silencio para culturizarse y aprender cosas que requieran de un mínimo de tranquilidad y calma. Un momento de exaltación de la amistad con uno mismo, en el que agasajarnos con el privilegio de la cultura. Un ejercicio de crecimiento personal de lo más significativo. Una oportunidad para liberarnos de nuestros tabúes más afianzados, nuestras barreras más altas y nuestras cargas más pesadas. Si a todo esto le sumamos el hecho de lo que muchos estaréis pensando, que hoy día ni cagar le dejan a uno. Pues nos encontramos con la baza definitiva: la exclusividad.
Cualquiera no se puede permitir el lujo de cagar a gusto. Sólo algunos privilegiados saben a lo que me refiero. Y, para más inri, resulta que es gratis. ¿A quién no le gusta un verdadero regalo gratuito con el que enderezar hasta el día más torcido? Pues eso. Lo que yo os decía. Que llevamos años mirando hacia otro lado cuando la respuesta a todos nuestros problemas estaba justo enfrente de nuestras narices, o más bien tras ellas. Y todo por un malentendido del lenguaje. Probablemente, un ejemplo más de la eficacia, en este caso negativa, del juego del teléfono. Cada vez estoy más seguro de que esta expresión surgió como un cumplido que tan solo las envidias, el paso del tiempo, la testarudez de las personas y la falta de perspectiva han convertido en esta enorme injusticia. El inodoro ha sido maltratado socialmente durante años, lustros, decenios; me atrevería a decir. Un disparate sin igual. Ya lo dejó entrever Duchamp, un visionario de los que ya no quedan.
Cagar es vivir, pero además vivir en el lado educado, tranquilo, culto y exclusivo de la vida. Y por cero euros. Qué maravilla. Por todo esto, como podréis imaginar y seguro entenderéis, no me queda más opción que enviaros a todos a cagar.
Sí, tú, ¡vete a cagar!
viernes, 10 de junio de 2022
La magia del Viajar
En lo que podemos denominar como el inicio de la era post-covid, no tanto por haber alcanzado el fin de esta pandemia sino por el reinicio de la normalidad, me alegra poder retomar una costumbre del todo olvidada: aprovechar el tiempo de vuelo para escribir. Sé que puede parecer una estupidez pero lo considero un avance considerable, teniendo en cuenta la Edad Media moderna de la que provenimos. Meses de limitaciones, precauciones, desconfianza y preocupación. Meses donde hemos hipotecado parte de nuestra libertad, de nuestra capacidad para socializar y de nuestra existencia más elemental. Podrá sonar exagerado, pero no puedo evitar pensar en esos adolescentes que han vistos sus 18 años condicionados por esta anomalía, aquellos abuelos que han vivido los primeros meses de sus nietos por zoom o quiénes han sufrido meses de forzada soledad. Por fortuna, todos esos recuerdos empiezan a sonar obsoletos, antiguos, olvidados. Tanto es así, que el hecho de colocar nuevamente una mascarilla sobre mi rostro ha supuesto una situación tan molesta como novedosa. Retales de una vida pasada a la que confiamos en no retornar jamás, pese a las múltiples cosas buenas que sin duda ha podido igualmente traer. Con todo esto, más alla de la reflexión ñoña e innecesaria que acabo de describir, quería dedicar unos minutos a celebrar la inmensa felicidad que supone viajar. Doblar con cariño y esmero la ropa justa con la que, junto a los inevitables "por si acaso", colmatar la mochila de viaje. Sí, mochila, pues las maletas parecen haber pasado a mejor vida. Otro de los grandes cambios surgidos con el COVID y que parecen haber llegado para quedarse. Mochilas en las que apretar tus pertenencias más queridas, por miedo a superar las estrictas medidas impuestas por la compañía de turno. En este caso, Aireuropa nos deleita con una generosidad inaudita en estos tiempos, permitiendo el uso de mochila y maleta de mano. Un lujo extremo que se agradece muchísimo, de no ser porque la vuelta la gestiona Vueling, quien ha optado por dejar la generosidad para un pasado no tan lejano. No obstante, la mochila parece gigante al comprobar la enorme cantidad de ilusión que es capaz de acoger. La ilusión de un viajero habitual que comienza a pensar con frecuencia en los próximos destinos. Un viajero que, pese a los inalienables miedos derivados del COVID, se atreve a planificar nuevamente los fines de semana como leves paréntesis en los que continuar descubriendo mundo sin otro objetivo que disfrutar de la maravillosa compañía que se aferra a mi mano y que inunda su teléfono de instantáneas de ese precioso atardecer que nos acompaña en nuestro camino. Por todo ello, me siento en esta incómoda estancia en la que tatuar un nuevo respaldo sobre mi rodilla, para dar las gracias por poder soportar una vez más estás minúsculas incomodidades que preceden a la magia del viajar.
domingo, 31 de enero de 2021
Maldita soledad
En la peor pandemia de las últimas décadas, son muchas las preguntas que surgen y muy pocas las respuestas creíbles, o suficientemente convincentes. Creo que somos cada vez más numerosos los ciudadanos que nos vemos obligados a recapacitar sobre todo lo que nos rodea. No cabe duda que la situación sanitaria es preocupante, el panorama social frustrante, y la estabilidad emocional una utopía. No me malinterpretéis, no soy uno de esos que denominan negacionistas. Simplemente me siento a ver lo que está ocurriendo y me invade una enorme tristeza al descubrir que después de un año, seguimos en una situación crítica y sin la más mínima esperanza de cambio.
Soy consciente de que en este punto serán muchos los que se indignen bajo el paraguas de una vacuna tan esperada como tardía. Ojalá sea esa la solución. De hecho, durante meses ha sido el único clavo al que agarrarnos. Sin embargo, han llegado las fechas señaladas para su puesta en marcha, y parece que, una vez más, son más las dudas que las certezas en torno a este gran avance de la medicina.
Desde hace meses, la única herramienta efectiva parece ser la limitación más o menos radical de nuestra libertad. Lo entiendo. Me da mucha pena que así sea, pero no se puede negar la evidencia. Y como no soy ningún experto sanitario desconozco alternativa alguna que ofrecer. Así que lejos de alimentar un sentimiento de frustración tan extendido entre la mayoría de nosotros, prefiero centrarme en analizar sin más esta cruda realidad.
El aislamiento. El bendito aislamiento. Sí, ha demostrado que mejora unos números más que alarmantes. Eso se lo concedo. Pero, de ahí a considerarlo como una solución válida me parece un salto un poco arriesgado. Creo que es importante hacer una lectura más humana que médica, en este caso. Imagino que es fruto de mis carencias, claro está.
Aislar a la población es una medida tremendamente extrema. Confío en que coincidáis conmigo en esto. No me considero una persona quejica, de hecho me considero muy afortunado. Pero me gustaría empatizar con todos aquellos que no pueden quizás decir lo mismo.
Intento ponerme en el lugar de alguien a quien esta pandemia le haya venido en mal momento. Sí, a todos nos ha llegado por sorpresa y a nadie agrada un varapalo como este. Pero pensad en todas esas personas que se encuentran en un momento crítico de sus vidas, cualquiera que sea la razón. Pensemos, por ejemplo, en esas personas mayores a las que tanto nos afanamos en proteger, que en sus últimos años de vida quizás están viendo mermada su única esperanza vital, su alegría de vivir, su familia y amigos. Y todo ello bajo una premisa que no siempre ha de cumplirse, la aparente necesidad y deseo de ser protegidos. Pero nadie se ha sentado con todos y cada uno de ellos a preguntarles si realmente están dispuestos a pagar tan alto precio por una salud en muchos casos ya bastante delicada, haya covid o no.
Hagamos un pequeño inciso para alejar a los idiotas. Tengo personas mayores en mi familia y haría lo que fuera por ellos. Que nadie lo dude.
Sin embargo, la cuestión aquí es qué pasa con aquellos que no quieran proteger su salud. Aquellos que ya no tengan nada que proteger. ¿Qué pasa con esas personas que en plena certeza acerca de su final, acaban de descubrir atónitos que es la incertidumbre la principal protagonista de lo que les queda de vida? El miedo, su único compañero de viaje. Miedo a lo desconocido. Miedo al olvido. Miedo a no volver a disfrutar de los suyos. Miedo a que esta nueva realidad haya venido para quedarse. Como decía antes, soy una persona bastante optimista y me niego a creer en estas afirmaciones. No obstante, les invito a encender la televisión media hora y valorar por sí mismos estas palabras. Ante la falta de mejoría, se ha optado por aceptar el miedo y la culpa como únicos recursos con los que encerrar a la gente en sus viviendas.
Lo sé, son solo unos meses. Y eso es lo que pienso a diario. No pasa nada por quedarse encerrado un periodo determinado. ¿Qué supone este tiempo en el conjunto de una vida? Probablemente, nada. Pero cuidado con ese tipo de conclusiones. Unos meses pueden suponer un suspiro para algunos y una odisea para otros. No se puede generalizar. No me vale el argumento de que nuestros antepasados o los más mayores lo pasaron peor. No lo dudo, pero no me consuela lo más mínimo. E imagino que a ellos, mucho menos. ¿No han pasado ya bastante como para verse de nuevo afectados por todo esto?
Cuando alguien recibe una noticia dramática en cuanto a su salud, imagino que la única esperanza que les alienta es la posibilidad de decidir al menos dónde y con quién pasar esos últimos momentos. Pues ahora mismo, esa opción ha sido eliminada. De raíz.
Cruel, ¿no creéis? A mí me lo parece. Y la solución no sabría describirla. Pero no por ello me puedo permitir el lamentable lujo de obviarlo y borrarlo egoístamente de mi mente. Se trata de un debate moral devastador. Hay personas que se encuentran en un momento fatídico y a ello se han visto obligados a sumar la soledad.
La maldita soledad.
Esa penosa acompañante capaz de absorber la energía de cualquiera. Lo siento, pero me niego a renunciar a mi humanidad, por muy hijo de puta que sea este virus. No puedo sino enviar un sentido abrazo a todos aquellos que lo puedan necesitar. Ojalá pudiera acudir en persona a cumplir mi palabra. Ojalá pudierais elegir a la persona más adecuada para ello y compartir con ellos tanto tiempo como quisierais. Os diría que esto pasará, pero no lo sé. Nadie lo sabe. Así que me conformo con reconocer la única verdad que me atrevo a defender. Esto no es igual para todos. Ni lo va a ser. Así que, ánimo.
Mucho ánimo a todos.
sábado, 21 de noviembre de 2020
OJO
No se equivoquen. No les doy más de treinta segundos antes de que sus miradas se tuerzan. En menos de un minuto no podrán dejar de pensar en esa línea sutil que cruza con excesivo descaro el bellísimo lienzo en que se había convertido su vista. Ya nada importan esas graciosillas aves que juguetean con las corrientes térmicas generadas en la orilla. Ni los elegantes veleros con los que antes competían. Las distintas tonalidades de azul se postran ante el blanco dominante de la barrera que le precede. La otrora esbeltez se erige ahora en grosera e innecesaria prominencia. Sus ojos hace tiempo ya que dejaron de prestar atención a aquello que les contaba. Sus mentes analizan las distintas posibilidades que les permitirían apropiarse de toda la escena. Formas de desprenderse de ese molesto e insensato elemento que osa interrumpir sus vistas. Por más que perdure esa imagen, hace ya rato que ha desaparecido para ustedes. Y lo más probable, es que para cuando quieran darse cuenta, ya sea demasiado tarde.
Y ahora les pregunto, ¿tan importante era la maldita barandilla? No. Pero las vistas eran tan perfectas que resulta inevitable no ansiar todo de ella. Resulta imposible no encontrar defectos cuando comparamos nuestro entorno con semejante ejemplo de pureza, de armonía, de gracia.
Lo sé, resulta absurdo. Pero no es más que el resultado de nuestra ambición. Somos incapaces de evitarlo.
martes, 20 de octubre de 2020
Momentos
¿Cómo podemos aislar a nuestro entorno inmediato de nuestros propios sentimientos para evitar que ese entorno se vea irremediablemente modificado o, cuanto menos, condicionado por nuestra actitud, reacciones o estado de ánimo?
Es difícil huir del egoísmo implícito en gestionar nuestros momentos sin pensar el modo en que estos afectan a los de los demás. E igualmente, somos partícipes indiscutibles e inevitables del proceso contrario o recíproco. Cuando son los demás quienes se encuentran en pleno proceso de autogestión y la situación ya ha comenzado a afectarnos, la única vía de escape sería la ausencia total de empatía o el distanciamiento físico. Sin embargo, estas dos soluciones no siempre son factibles, por motivos bien distintos.
En primer lugar, la empatía me temo que es algo que no se elige sino que se matiza. Es decir, uno no puede decidir ser empático si no lo lleva dentro. Del mismo modo en que aquellos que lo llevan en su ADN, se esfuerzan por minimizar los efectos de esta peligrosa virtud en cuanto detectan que el riesgo supera las líneas rojas, esos límites considerados como aceptables. En este sentido, lograr la ausencia total de empatía es algo que puede llegar a resultar inviable para este selecto grupo de personas que no saben vivir de otra forma. Personas que deambulan entre los distintos debates morales que les generan sus propias vivencias, así como las de los demás.
En segundo lugar, cabe destacar que si bien es complejo alejarse sentimentalmente de quienes nos rodean, más aún puede resultar la creación de espacio físico entre una determinada persona y nosotros. No sólo porque en ocasiones las circunstancias nos obligan a interactuar con quienquiera que sea en mayor medida de la deseada, sino porque es más que común que la persona a la que deseamos evitar es precisamente la que con más eficacia nos atrae. Un bucle extenuante del que no siempre logramos salir. Por más que nosotros o nuestros allegados nos alienten a hacerlo. No hay que olvidar que quienes más nos hieren son quienes más nos importan. Dicho de una forma menos tremendista, o incluso optimista, diría que los sentimientos se retroalimentan para bien o para mal hasta que alcanzan un punto de no retorno desde el cual la única intriga es hacia qué lado de la balanza se inclinarán esas emociones hoy.
En definitiva, más allá de la evidente verborrea, podríamos concluir que las personas somos como barcos de papel que nos desplazamos con mayor o menor ahínco, no sólo en función del rumbo inicial adquirido o las cualidades implícitas en nuestra propia identidad, sino entregados al devenir de los agentes externos y las condiciones de la superficie por la cual nos desplazamos. Un conjunto de variables ajenas que interactúan por igual con nuestra embarcación y la de nuestros vecinos, aunque en distinta medida según las características concretas de cada estructura.
Por todo ello, animo a que cuando detectemos que aquella graciosa “barquita” que nos acompañaba anteriormente en esta bella regata que es la vida, de repente parezca cambiar drásticamente su rumbo sin motivo aparente, nos centremos primero en entender qué aspectos concretos de la realidad universal que nos rodea le han podido afectar más y por qué. Quizás así logremos evitar infinidad de silencios incómodos y discusiones tan infructuosas como innecesarias. No estamos solos en esta emocionante carrera hacia la felicidad, así que mejor será aceptarlo, y dejar de comportarnos como si realmente lo estuviéramos.
No cabe duda que este consejo dista enormemente de la sencillez, en tanto en cuanto, se ha obviado deliberadamente uno de los actores protagonistas de toda escena: el orgullo. Ese torrente interior de emociones sin control que surgen como mecanismo interior de autodefensa, el cual nos obliga a luchar por aquello que nos convierte en lo que somos. En ocasiones se manifiesta a través del despotismo, la timidez, la rabia o el individualismo. Diversas caras de una misma moneda. Uno de los aspectos más inherentes a nuestro ser que, sin duda, supone uno de los aspectos más arriesgados de toda existencia. Cuanto mayor sea nuestra sumisión ante estos arrebatos, mayor será nuestra soledad. No sólo en términos físicos, sino morales.
Todos hemos sucumbido ante lo estúpido de semejantes comportamientos, sin por ello renunciar en lo más mínimo a sus servicios. En parte porque este sistema recurre siempre al camino más fácil, aquel que nos resulta más natural, para acabar con los conflictos y debates de los cuales no sabemos salir. En parte porque hemos nacido con un código de conducta básico que nos marca el camino cuando la razón o el sentido común pierden sus argumentos o el control de la situación. Es ahí cuando, de forma instintiva, reacciona el orgullo para reconducirnos a la senda preestablecida. Y romper este código tan personal como inalienable, es sin duda uno de los retos más salvajes y ambiciosos a los que podamos siquiera enfrentarnos. No hay nada más complejo que contradecirnos a nosotros mismos y poner en crisis nuestros pensamientos más arraigados, especialmente cuando el agotamiento o la frustración merman considerablemente nuestras habilidades. Nada tan desolador como frenar la arrolladora explosión de emociones que desata la entrada en acción del orgullo. Nada más humillante que renunciar a nuestra hombría (entendida como muestra representativa de lo que caracteriza al hombre o ser humano por encima de otros seres vivos) para hacer lo que reconoces como correcto, pese a las múltiples alarmas que te invitan a desechar semejante idea.
No obstante, nadie dijo que esto fuera fácil. Cada cual que decida si prefiere ser feliz en sus contradicciones o contradecir felizmente sus más arriesgadas inquietudes.
Buen viaje!